jueves, 13 de marzo de 2008

Carlos Jurado no se considera fotógrafo

Carlos Jurado no se considera fotógrafo (1a. Parte)
Por: Antonio Galindo *

El Instituto de Artes Plásticas de Jalapa fue, hace dos décadas, un verdadero torbellino de experimentación en las artes visuales y cruce de caminos para las más variadas técnicas. Uno de los artistas que laboró en ese sitio, el guanajuatense Antonio Galindo, relata en el siguiente ensayo cómo era el ambiente de trabajo en aquellos tiempos.

Hace ya algunos años, a finales de la década del 80, había desarrollado un fuerte vicio por recolectar imágenes con una cámara de 35 mm, mismo que se convirtió en algo tan importante para mí que, impulsado por esa mezcla de irreverencia e ingenuidad propia de la juventud, me llevó a buscar sitios en los cuales crecer en el oficio de la alquimia de las imágenes. Con un poco de ropa, una cámara y un portafolio mal elaborado, partí de los secos cerros de Guanajuato en busca de un lugar donde pudiera satisfacer esta inquietud. Había escuchado comentarios en los que Jalapa aparecía como una ciudad con gente desarrollando propuestas interesantes. En ese momento yo no tenían ni la menor idea de qué significaban “propuestas interesantes”, es más, para abreviar ni siquiera tenía claro lo que quería hacer con la fotografía. Lo que sí recuerdo que tenía claro era que no deseaba fotografiar la miseria de la gente, tema muy de moda en ese tiempo.

A mi arribo a la capital veracruzana no me fue difícil encontrar información de los lugares dónde podía proseguir mi camino en la fotografía. Andando, pocos días después me encontraba tocando la puerta del Instituto de Artes Plásticas y preguntando por el maestro Carlos Jurado, quién era el director en ese entonces. Por alguna extraña razón él accedió a escucharme y abrió las puertas a la posibilidad de que yo trabajara ahí.

El Instituto se encontraba ubicado en una amplia casa de la calle de Tuxpan en el número 11. A la entrada, en lo que debería ser la sala comedor, junto a un enorme cuadro de fotografías impresas en offset, se encontraba una pequeña mesa con una vieja máquina de escribir que luego descubrí que era la poderosa herramienta para la comunicación oficial con el mundo exterior y el único reducto burocrático existente en ese edificio. En el resto de las habitaciones se habían adaptado para talleres. Se podía encontrar gente pintando, imprimiendo serigrafía, trabajando en offset, haciendo grabado o fotografía.

Comencé a integrarme a la vida del instituto y los primeros meses fueron bastante difíciles. Se trataba de un mundo totalmente nuevo para mi pero afortunadamente conté con el apoyo de quienes trabajaban dentro del edificio. No podría precisar si por voluntad propia o a sugerencia del director, existía en el instituto una tradición que resultó fundamental para mí: los asalariados aportaban quincenalmente un porcentaje de su sueldo para dar una beca a quienes, como yo, acercaban su navío por esos puertos.

De este modo fue que Fernando Meza, Miguel Ángel Acosta, Tedy Villamediana, Robin Matus, Adrián Mendieta y Javier Pucheta, entre otros, claro que junto al propio Carlos Jurado, se convirtieron en mi apoyo inicial para existir física y espiritualmente en esos lugares.
En esos días regresaba al Instituto una exposición envuelta en enormes cajas, mismas que ocuparon casi la totalidad del espacio de entrada. Se trataba de Ruta 1, una colectiva integrada por piezas de gran formato en técnicas mixtas. En las siguientes semanas, poco a poco, se fueron revelando los contenidos y resultó impactante ver mezclada la fotografía con otras técnicas, sobre todo en esos enormes formatos. Dichos cuadros me ayudaron a ir conformando mi idea de la fotografía.

En el Instituto se trabajaba de manera muy libre. Uno podía llegar en la noche y encontrar gente trabajando. Los horarios y la intensidad del trabajo dependían del proyecto que se abordara y, desde luego, del compromiso del artista. No quiero dar la idea equivocada de que eternamente estaba lleno de gente trabajando día y noche, aunque desgraciadamente pocas personas entendían la responsabilidad de la libertad que se les brindaba.
Fue en este espacio que tuve la oportunidad de convivir muy estrechamente con el maestro Jurado, que en esa época se encontraba abocado al proyecto de la recuperación del color empleando tramas con fécula de papa coloreada sobre película en blanco y negro.
Eran tiempos muy intensos en torno al trabajo, la experimentación, la búsqueda. Los limites los ponía uno mismo y eran producto de las capacidades o del interés particular. El compromiso que yo adquirí era buscar la manera de continuar.

Jóvenes e inquietos, la convivencia dentro y fuera de los horarios de trabajo era muy amplia. Sin embargo con el maestro Jurado existía una regla no escrita: no importaba la hora ni las condiciones en que uno se hubiera acostado, las siete de la mañana era el momento para poner en práctica las conclusiones de la almohada: si había que moler de manera más fina la fécula de papa, dejar unos minutos más el barniz para que tuviera mejor adherencia, si se debía de buscar otra manera de registrar los negativos o alguna otra conclusión con la cual pudiésemos abrir el día. Se buscaba probar nuevos materiales, nuevas formas de aplicarlos, se atendían diversos proyectos a la vez. Podían pasar días y semanas para lograr una conclusión, pero mientras tanto, era necesario levantarse temprano para iniciar el trabajo antes del desayuno. Esto dejó costumbres con las cuales todavía vivo.

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